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La niña y el gatito.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cada mañana al salir el sol Anita salía a casa de su abuelita para llevarle el desayuno. Apenas tenía cinco años, pero ya sabía el sentido de su responsabilidad. Entendía que gracias a ella su abuela disfrutaba un rico almuerzo.

            -“Esta mañana está muy hermosa”- se dijo. Le daba flojera levantarse, pero el solo pensar que iría a ver a su abuela, la ponía de buenas. Se estiró con muchas ganas, se le cerraban los ojitos, así que al tercer intento se puso de pie.

            -Ándale flojita, levántate ya. – le dijo su mamá sonriendo. Ella le correspondió con una sonrisa. Los dientes le lucían parejitos en esa boca tan pequeñita. De verdad irradiaba felicidad. Los ojos cristalinos reflejaban su inocencia.

            La casa de la abuela quedaba a tan solo cien metros, dos casas después de la suya. Así que no tenía que caminar mucho. Una de esas casas estaba abandonada y siempre que pasaba por ahí apresuraba su paso. Aunque era muy pequeña para saber de miedos, esa casa le daba un poco de temor.

            Tomó su canastita, llevaba panecillos y unos riquísimos huevos revueltos. Su mami siempre le echaba una porción para ella, así acompañaba a su abuela mientras las dos disfrutaban las delicias que la mamá de Anita cocinaba con mucho amor.

            Caminó lentamente, cualquiera que la mirara se le figuraba a caperucita roja, más que nada por el encanto y porque cuando iban en camino cantaba, no se le entendía la letra de su canción pero ella alegremente lo hacía y nadie le decía nada.

            En esos momentos pasaba exactamente por la casa abandonada, apresuró su pasito, pero algo la detuvo. Un maullido se escuchaba en algún lugar de los arbustos que cubrían la parte delantera de la casa. Observó a su alrededor y no encontró nada, así que dejó la canasta en el suelo y se agachó por entre las ramas. Ahí estaba, tan pequeñito, tan indefenso, tan tierno. Estiró la mano y el animalito retrocedió un poco asustado. Anita se dirigió a su canasta y sacó un pequeño pedazo de pan. Se lo ofreció. El gatito con un poco de miedo, poco a poco fue acercándose, al disfrutar de aquel delicioso aroma. Anita temblaba, estaba nerviosa y un poco asustada, no sabía de qué, pero ella a lo mejor pensaba que quizá al agarrar el pan, el gatito podría morderle un dedito. Así que en cuanto sintió la húmeda lengua del minino, como por reflejo alejó su mano. El gatito saboreó el delicioso pan y en un momento miraba tiernamente a la niña, como pidiéndole otro pedazo, a lo cual ella accedió.

            -Umm tienes hambre he. Acércate y te doy más. – El gatito ya con más confianza caminó hacia ella. Anita lo tomó en sus brazos, agarró su canasta y siguió su camino. El gatito ronroneaba de gusto.

            Pronto llegaron a la casa de la abuelita. Tocó la puerta y la viejecita la dejó entrar.

            -¿Y ese gatito? ¿Dónde lo encontraste? – preguntó su abuelita.

            -En la casa vieja, estaba tan solito y hambriento que me dio pena dejarlo.

            -Que nieta tan buena tengo. Te mereces un panecillo. – Al abrir la canasta, se dio cuenta de que no quedaba nada de pan. – Pero, ¿Qué ha pasado con el pan?

            -Umm es que, tenía mucha hambre, así que tomé un poco de pan. – dijo nerviosa Anita.

            -Pero aquí no hay nada. ¿Se lo diste todo al animalito? – dijo la abuelita sonriendo.

            – No, abuelita, la que tenía hambre era yo. – dijo con su carita tierna la niña.

            La abuelita sonrió y tomó la canasta.

 

            Todo el día pasó con el gatito Anita. Pero al atardecer, el gatito murió. Ella lo vio dormidito, pero al moverlo ya no despertó. –Mamá, mamá, mi gatito no se mueve.

            -Pobre, estaba enfermito, a lo mejor llevaba mucho sin comer. Ya no despertará, pero no debes preocuparte, se fue al cielo de los animalitos, ahora ya no sufre.

            Anita lloró mucho, su mamá la consoló al ayudarle a sepultar el animalito en el jardín.

            -Aquí podrás visitarlo y traerle flores.

 

            La pequeña Anita comprendió que hay que disfrutar los animales y personas mientras estén con nosotros. Ya después no se puede. Ella fue feliz un momento con su gatito, pero después lo fue también con lo que vino en su vida.

MORALEJA: Hay que disfrutar el presente, porque no sabes qué pasará en el futuro.

Cuauhtémoc De Jesús Domínguez Soto

 

Tomado de: https://cuentosmaravillosos.wordpress.com/2013/05/23/la-nina-y-el-gatito/

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